Al empezar El jilguero vamos enfocando una habitación de hotel en Amsterdam. Theo Decker lleva más de una semana encerrado entre esas cuatro paredes, fumando sin parar, bebiendo vodka y masticando miedo. Es un hombre joven, pero su historia es larga y ni él sabe muy bien por qué ha llegado hasta aquí. ¿Cómo empezó todo? Con una explosión en el Metropolitan Museum hace unos diez años y la imagen de un jilguero de plumas doradas, un cuadro espléndido del siglo XVII que desapareció entre el polvo y los cascotes. Quien se lo llevó fue el mismo Theo, un chiquillo entonces, que de pronto se quedó huérfano de madre y se dedicó a desgastar su vida: las drogas lo arañaron, la indiferencia del padre lo cegó y sus amistades le condujeron a la delincuencia. Su historia tuvo la ocasión de llegar a su final, en el desierto de Nevada, pero no. Al cabo de un tiempo, otra vez las calles de Manhattan, una pequeña tienda de anticuario y un bulto sospechoso que va pasando de mano en mano hasta llegar a Holanda.
Publication Year: 2015
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Un libro para leer con calma, o bien de golpe y a modo maratón. No dejéis que la extensión os asuste, porque cada página vale la pena aunque a simple vista no lo parezca. La mayor parte de su contenido radica en Theo más que un compendio de acción y persecución: en sus vivencias, sus elecciones, errores y el camino que decide tomar tras las circunstancias que se le presentan. «El jilguero» habla de Theo y de como un cuadro trastoca su vida, de su pánico, de su vacío, de su imposible camino en la rectitud, de su vida a través de un objeto.
Es de aquellos libros que alguno podría catalogar de vacío, en los que no sucede nada. Y quizá para alguno sea así, quizá haya un buen puñado de lectores que no logren conectar con Theo y con su introspección, porque el libro viene a ser eso: la introspección de Theo, el camino tomado y el destino al que se ha llegado, el porqué de cada curva, cada tirabuzón y paso atrás, el como un momento concreto le conforma y le arrastra por ciertas corrientes. Un libro para saborear y reflexionar, sin duda.
El final resulta algo abrupto y con una carga reflexiva mucho mayor que en el resto del libro. Es en esta parte donde Tartt muestra una gran maestría con las metáforas, con el análisis psicológico, con las palabras. Asimismo, hay ciertas cuestiones que nunca se terminan de solventar y dejan más preguntas que respuestas, más algunas de ellas son claramente explicables debido a que no pertocaban a Theo, y por tanto, al no saber él la respuesta es incapaz de transmitirla. Aún así me descolocó esa última parte, a veces pareciendo una manera rápida de atar ciertos cabos sueltos y de terminar la narración lo antes posible.
Todos los personajes son entrañables, incluso los que hacen una aparición puntual son ampliamente detallados de manera cuidada y original, a veces ofreciendo alguna imagen que ejemplifique su situación, su pasión o su estado mental. Ningún personaje resulta aburrido, ni resultan copias de estereotipos coloreados en blanco o negro. Cada uno es una amalgama de cualidades y defectos (por norma general más de lo segundo que de lo primero) y aunque busques odiar o detestar a alguno de ellos, encontrarás que, tarde o temprano, les entenderás y/o compadecerás. Una novela capaz de otorgar tanto colorido a tal cantidad de personajes sin que resulte repetitivo, trillado o aburrido merece un tremendo aplauso.
Theo y Boris se han convertido en uno de mis dúos predilectos, y Boris uno de mis personajes favoritos... al terminar el libro tuve que releer pasajes en los que aparecía, pues su presencia me quedó fuertemente grabada.
Theo me enseñó algo de mi misma que no había comprendido del todo, algo que comparto con él y que no había explorado hasta verme reflejada en ciertos momentos de su existencia. Logré entenderle, a mí, y un tipo de vivencia y persona con el que me había resultado totalmente imposible empatizar, cambiando así radicalmente mi manera de percibir el mundo (y la literatura).